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Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 7,11-17

En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con él sus discípulos y mucho gentío.

Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.

Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo:
«No llores».

Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo:
«¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!».

El muerto se incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre.

Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios diciendo:
«Un gran Profeta ha surgido entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo».

Este hecho se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circundante.

Reflexión del Evangelio de hoy

“Andaré con rectitud de corazón dentro de mi casa”

Esta frase que la liturgia de hoy invita a repetir como antífona del Salmo 100 puede reflejar muy bien el espíritu que anima el texto de la Primera Carta a Timoteo. El cúmulo de virtudes esperables en quienes ejercen el ministerio en la Iglesia es un conjunto extenso y exigente: irreprochabilidad, fidelidad, sobriedad, sensatez, orden, hospitalidad, habilidad para la enseñanza, mansedumbre, comprensión, desprendimiento, autoridad, buena fama, autenticidad, pureza de conciencia, respeto… El salmo parece hacerse eco de esta exigencia: «el que sigue un camino perfecto, ese me servirá».

A los ojos del autor de la carta a Timoteo, el ministerio ejercido por los obispos, los diáconos y las mujeres –según los exégetas, este nombre designa, muy probablemente, a las diaconisas o servidoras de la comunidad, y no a las esposas de los diáconos (R. Brown)– debe ayudar a transmitir y reflejar «la fe que se funda en Cristo Jesús». Una misión que exige una idoneidad muy alta: «cuando se vea que son intachables, que ejerzan el ministerio»… Pero…¿quién puede considerarse intachable ante esa extensa lista de virtudes arriba mencionadas?

Sin embargo, por otro lado, somos testigos del daño irreparable que han producido en tantas personas, comunidades, en las sociedades, las conductas impropias –incluso delictivas– de quienes ejercieron mal el ministerio y provocaron que tanto la Iglesia, como la misma fe «cayeran en descrédito» (v. 7). ¿Cómo se puede resolver esta disyuntiva? La “intachabilidad” no parece ser tan fácil y la falta de ella puede ser ocasión de descrédito y hasta de daños irreparables en tantas víctimas que han sufrido abusos eclesiásticos de diversas formas…

«Si uno no sabe gobernar su casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?» La misión de los líderes de la comunidad exige de ellos una idoneidad humana en la que la gracia se asiente para asumir y perfeccionar. El discernimiento y la adquisición de esta idoneidad son claves para el desempeño de todo ministerio. Pero, también, es indispensable la experiencia de la fe y de la gracia que interiorice el modelo de Jesús Servidor y lo “esculpa” y lo trabaje en el corazón humano del ministro. Por eso el salmo pregunta: ¿Cuándo vendrás a mí? Y por eso clamamos al Espíritu Santo: «Sin tu ayuda divina no hay nada en el hombre, nada que sea inocente».  

“Dios ha visitado a su pueblo”

La situación de la mujer a la que Jesús se dirige en el evangelio de hoy no podía ser más trágica: viuda y con el único hijo, muerto. Es decir, una mujer que ya no tenía futuro, pues no tenía –como lo exigía la sociedad de entonces– ningún varón que la pudiera cuidar o ayudarle a gestionar la vida.

Partiendo de la mirada –«al verla»–, la reacción de Jesús ante ella es de compasión. Una compasión activa: «le dijo: “No llores”». Esta frase no representa el consuelo fácil de quien, desde una situación segura, propone un alivio nominal. En Jesús, esta frase asegura el compromiso de Dios de quitar el motivo del llanto: «felices los afligidos, porque serán consolados» (Mt 5). Este compromiso, este “involucrarse” lleva a Jesús (a Dios) a tocar el ataúd –algo prohibido por la Ley– y a invitar al joven muerto a levantarse y a vivir. Le devuelve el hijo a la madre y así, le devuelve el aliento vital –el consuelo– a los dos.

Así, tocar y decir, gesto y palabra conforman el modo como Dios se comunica con la Humanidad y la renueva, la restaura, la levanta a su altura. Ese “modus operandi” de Jesús se repite con cada ser humano, también con nosotros. Jesús nos ve, se nos acerca, toca nuestro corazón y nos habla en la intimidad: «a ti te lo digo, levántate!», alcanza la medida de tu altura, no te arrastres ni estés encorvado, camina erguido, con plena dignidad, la dignidad del hijo o hija de Dios que eres.

Esta visita de Dios a la humanidad, esa visita de Jesús a nuestra vida… es la que nos renueva y nos transforma “a su modo”, para servir como Él, y así caminar atentos para ver, para consolar y para comprometernos por la compasión. Ese es lugar y el único modo desde el cual se puede vivir la vida cristiana y se puede desempeñar todo ministerio en la Iglesia.

Si Jesús era el Signo eficaz de Dios en medio de su pueblo… ¿cómo lograr que nuestras comunidades sean una señal visible y actuante de Jesús en medio de nuestra sociedad de hoy, también desesperanzada y con tantas pérdidas? ¿Con qué gestos y palabras podríamos invitar a levantarse a quienes se sienten sin vida y sin fuerzas?

Tomado de: https://www.dominicos.org/predicacion/evangelio-del-dia/hoy
Autor: Fray Germán Pravia O.P. – Casa de la Santísima Trinidad, Montevideo, Uruguay

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